sábado, 21 de noviembre de 2009



Para ser sinceros, la vocación de sacerdote, si no es especial, al menos es singular. Y es que cuando la mayoría de las personas dedican el domingo a descansar, después de una agotadora y frenética semana, los sacerdotes, este día, es cuando más trabajo tenemos. ¡ Bendito trabajo ! El cual ya empieza desde el sábado. A lo largo del fin de semana tenemos que preparar la catequesis parroquial, los bautizos, las bodas (incluídas las de oro y plata, pues aún existe gente loca, loca de amor), la misa dominical y un largo etc, etc, etc. Que tampoco es cuestión de aburrir al personal.

Y para más inri aquí me tenéis escribiendo un día más. En el cual he tenido la fortuna de experimentar la gracia del sacramento de la confesión. Al hablar de sacramento, hacemos referencia a un signo sensible y eficaz de la gracia invisible. Los sacramentos nos comunican la gracia de Dios. No obstante, en ocasiones, como estamos tan acostumbrados a lo tangible, a lo físico, obviamos la gracia del sacramento en nuestra alma. Pero ésta siempre se produce.

La gracia no la percibirmos físicamente, pero en ocasiones se vuelve sensible. Es un misterio, por lo tanto resultan insuficientes las palabras para explicarlo, pero hoy mismo pude percibir esa moción administrando el sacramento de la confesión. Sólo el pensar que cada vez que una persona se acerca a mi confesionario, para abrir su alma a Dios, hace que con temor y temblor abra la puerta de mi inconfundible confesionario. Lo bueno es que no me buscan a mi, sino a Cristo que es médico, juez y maestro. Pero Cristo quiere valerse de la pequeñez de los hombres para manifestar su realeza y grandeza. Así que sólo me queda encomendarme al Espíritu Santo y desaparecer para que sea Cristo el que actúe.

Me despido que aún tengo que preparar la homilía para los más pequeños de la parroquia. Los niños. Que son la sonrisa permanente de la Virgen en la tierra.

See yoo soon...

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